Como veo que ha pasado ya algún tiempo de mi último post, y que mi pequeña audiencia visita de blog de cuando en cuando buscando algo nuevo, le he pedido a alguien que me eche una mano con un texto corto.
Y he aquí que Shoegazer me regaló con un relato que me dio nuevas perspectivas sobre el chicle y el sabor a chicle, sobre la búsqueda rigurosa de conocimiento, sobre el ayuno (del que durante algún tiempo fui un practicante regular). Es un relato que lleva bastantes años escrito, y, eso, dada la tierna edad de Shoegazer, ubica el relato por su creación en la categoría de cuento adolescente, aunque yo no hubiera sido capaz de escribir alto tan bueno ni a los 20 años.
Y he aquí que Shoegazer me regaló con un relato que me dio nuevas perspectivas sobre el chicle y el sabor a chicle, sobre la búsqueda rigurosa de conocimiento, sobre el ayuno (del que durante algún tiempo fui un practicante regular). Es un relato que lleva bastantes años escrito, y, eso, dada la tierna edad de Shoegazer, ubica el relato por su creación en la categoría de cuento adolescente, aunque yo no hubiera sido capaz de escribir alto tan bueno ni a los 20 años.
UNA ESTILIZADA CRIATURA DE LA CULTURA POP Una estilizada criatura de la cultura pop, una escafandra vacía en pecera de consultorio, a qué sabe el sabor a chicle – preguntó – y como la respuesta tardaba, con lógica impecable emprendió la búsqueda. Trivial excursión de boy scouts serían para la historia los zigzagueos de Odiseo, de Jasón y de Magallanes, cuando esta singular empresa acabase. Una moneda, qué iba a imaginarse el buen hombre tras el mostrador, lo que entregaba sin mirar eran los rollos del Mar Muerto, y ella, que nunca se había preguntado nada, se sentía transfigurada en una suerte de Indiana Jones, deslumbrada por primera vez con el poder autocomplaciente de la actividad cerebral. Habría podido quedarse horas contemplando el envoltorio rosado, que por lo demás no ofrecía ninguna pista para su indagación. Vislumbró el primer misterio que debería aceptar como auto de fe – el chicle no sabe a azúcar con ácido sórbico. Luego, es más que la suma de sus partes, y se define por un componente irreductible y enigmático. Su grial, entonces, sería esa quintaesencia huidiza, que se escondía tras falsas identidades frutales. Antes de cruzar los límites de los suburbios, entendió que el helado de chicle requería igualmente de su atención, y durante la primera parte de su travesía confirmó, perpleja, la existencia de tal espíritu multiforme en los más disímiles objetos, comestibles o no. De tienda en tienda, de ciudad en ciudad, soplando globos a veces rosas, a veces azules, probando una a una todas las bayas, argonauta de las papilas en perpetua alucinación, comprendió que el sabor a chicle era algo así como la metafruta, imposible de aprehender con los imperfectos sentidos humanos que lo habían creado. Cuando hubo gastado la última moneda en un último cubito lila cubierto de caracteres cirílicos, aprovechó el verano siberiano para llegar hasta la esquina de la Tundra, lugar más que apropiado para sentarse a meditar. Dada la manifiesta inutilidad del mundo de la experiencia sensible, una víctima más de la duda metódica y a la vez una feliz solipsista, no volvería jamás a probar los vestigios secos y dulces que quedan en la comisura de los labios cuando el globo al fin estalla. |